“Lorea es un restaurante de lujo. […] Ofrece experiencias que no son para todos los días, son experiencias de celebración, aventura y de descubrimiento cuando tienes ganas de conocer algo diferente, que te tomen la mano, de que no escojas nada y que todo esté planeado para ti.”
Llegar a un restaurante que no conoces y elegir un platillo que nunca habías visto es una experiencia divertida y emocionante. Una segunda visita te da la oportunidad de elegir algo que quisiste probar la vez anterior y comparar los sabores de un platillo a otro. Pero en una tercera ocasión el mismo menú se vuelve aburrido. La emoción de encontrar algo nuevo termina, y las experiencias futuras no tienen el mismo sentido.
La propuesta del chef Oswaldo Oliva es atreverse a salir de un menú estático al cambiar sabores todos los días. Aquí las preferencias, gustos, ideas y exigencias de un comensal hacen volar la imaginación de la brigada de cocina para crear un menú hecho a la medida.
Para Oswaldo, la frescura de los ingredientes de un platillo y la creatividad diaria es la propuesta de valor que debería servir cualquier restaurante. Tratar de salir de la rutina diariamente puede acercarnos a nuevos y extraños matices de sabor, pero no en Lorea. Los sabores de la cocina de Oswaldo son tan habituales que incluso te hacen recordar la infancia.
“Es una manera planificada, y optimizas el uso de recursos de temporada. No caes en la necesidad de repetir y aburrir. Es muy importante en casa, y debería de ser en un restaurante también.”
Entrar al restaurante es toda una travesía. O por lo menos así lo viví yo el día que entrevisté a Oswaldo. Alelí, el restaurante hermano de Lorea que nació como un proyecto secundario, se encuentra en el piso inferior del edificio. Esta vez me tocó subir por las escaleras internas que conectan los dos establecimientos, Lorea en la parte superior, y Alelí en la parte inferior, dos conceptos distintos que están coordinados para funcionar como un solo sistema. El espacio inferior trabaja de mañana y el espacio superior de noche. Una estructura que como dice Oswaldo, aterrizó hasta el momento en que Oswaldo y su esposa vieron el lugar.
Al entrar, el restaurante me abrazó con la luz cálida reflejada sobre las mesas de madera. La elección de este material natural en los muebles combina a la perfección con una paleta de colores neutrales de los matices del marfil y del beige. Sobre las mesas se encuentran piezas de madera donde incrustadas se colocan pequeñas plantas que armonizan el espacio con sus tonalidades en verde.
Atravesando el salón sentí que el espacio me acogía, detonando una sensación de confort y bienestar. Al voltear hacia el techo me percaté de un candelabro de madera que compaginaba con las tonalidades crema de las paredes. De la misma forma observé algunas tonalidades grisáceas oscuras en el bar y en los asientos que demuestran un toque de gran estilo que da elegancia al interior.
Tras subir las escaleras que se encuentran de lado derecho del restaurante, me encontré con una sala privada. Ahí fue cuando vi por vez primera al chef Oliva, una persona joven y cabal, con quien pude platicar de forma muy amena. Como si ya lo conociera, Oswaldo me empezó a platicar de Lorea, de cómo era un proyecto para él y para su esposa, y de cómo llegó al lugar en donde está ahora. Me platico de su pasar por algunos restaurantes reconocidos como Mugaritz y el Cellier de Can Roca en España, y de cómo fue su regreso a este país en donde logró uno de sus más grandes sueños.
“El trazado empezó así. Tenemos este sueño, queremos intentarlo, los pasos son estos. Y el primero, el número uno, es salir de aquí (de España)”
Con un menú que cambia todos los días, el chef está comprometido a crear un juego inigualable de sabores para cada uno de sus comensales. Si así es la preferencia del cliente, se sirve un maridaje de entre cincuenta variedades de vinos internacionales, más una selección especial de cervezas nacionales que él mismo elige para sus platillos. Lo que coma uno hoy, no lo volverá a comer, porque mañana el restaurante sorprenderá con un singular y nuevo menú a degustar.
Por fin había llegado la parte más esperada de mi visita. Era momento de probar el menú que Oswaldo había preparado para mí. Llegaron cuatro preparaciones servidas en tamaño bocadillo. Un tronco de espárragos con jamón ibérico y miel, una ración de camote con salsa tatemada y lengua tostada, una porción de tendones asados con conserva casera de habas, y un corte de cecina con tapenade y chocolate. De inmediato pensé que claramente se notaba su estadía en el Cellier de Can Roca en España al ver las entradas. Me platicó que él se encargaba de los petit fours, que cruzaba el salón del restaurante para llegar a la cava de vinos sólo para manipular la estación. Si bien no es intención de Oswaldo copiar los estilos de sus maestros, como él mencionó explícitamente durante nuestra conversación, sin duda, fue una experiencia que lo marcó, y que ahora se ve representada en el menú.
Como siguientes platillos se ofrecieron un mochi de berenjena y un plato de polenta cremosa con hongo envellín.
En seguida vino una pesca en adobo y salteado de quintonil. Al probarlo reconocí un sabor característico que me hizo recordar de inmediato un platillo típico de la parte central de México. Las notas del adobo ahumado y los matices yerbales me hicieron pensar en el mixiote típico de algunas regiones de México.
Siguiendo la línea de platillos con ingredientes nacionales, de cocina llegó uno de los platillos que para mí fue de los más distintivos de la casa: una mazorca de huitlacoche cebada y pipicha. Generalmente el sabor fuerte del huitlacoche es difícil de sazonar, pero sin duda el atrevimiento de la amargura de la cebada se acopla con delicadeza a los matices de la pieza. En este momento el equipo de Lorea me había sorprendido.
Finalmente llegó una ración de vacuno asada a la parrilla con romeritos que simulaba un fragmento de una pradera en el plato. Con este platillo recordé los sabores de la cocina navideña de mi madre, esa alteza y esa grandeza con la que cada fin de año preparaba los alimentos para mis hermanos y para mí. Quizás a este detalle se refería Oswaldo cuando me contaba que los platillos se personalizan para cada comensal, entonces entendí a Oswaldo cuando me dijo que la cocina estaba inspirada en su mamá.
Después del festín, apareció un caldo digestivo que despedía aromas a hierbas maceradas, tal como si uno estuviera degustando una copa de Chartreuse. La preparación se sirvió en un pequeño cuenco que era muy parecido a un juego de té inglés. Al probarlo, no hubo duda de que se trataba de una expresión culinaria delicada e imaginativa que encaminaba el paladar al último evento del menú.
Fue entonces cuando mi parte favorita del menú degustación llegó. En frente de mí se posó un plato blanco con una figura formada por pequeños círculos de colores carmesí y violáceos, y encima de ellos lo que parecía un aceite de oliva de color claro. Cuando di el primer bocado, percibí una sensación untuosa de un puré de almendra, y en nariz me llegó una nota fresca de cereza. Dado el segundo bocado, persistían matices ácidos de una mermelada de cítricos.
Aparece un segundo postre. Una crema helada de maracuyá, con chocolate tostado y queso Mimolette. Aunque las notas en nariz sean enormemente variadas, los matices eran tan aterciopelados que se sentían como una sola preparación. No hubo mejor platillo que explicara la gastronomía de Lorea. Así es la cocina de Oswaldo, delicada, como el amor de una mamá.
Después de todo lo que platicamos Oswaldo y yo, concluí que su amor por este país se ve reflejado en lo que cocina. Como un recuerdo de tradición mexicana, se exhibía en penúltimo lugar una flor de calabaza capeada con una técnica de tempura que estaba servida sobre pepitas de calabaza. Un platillo que marca el cierre de esta experiencia. Finalmente se colocó en la mesa una pieza de chocolate Real Xoconusco de Chiapas, que por su sabor amargo terminó el menú con una excelente recepción de sabores en mi paladar.
Así concluyó mi visita en la casa 141 en la calle Cuauhtémoc. Al salir de este lugar me quedé con una calidez que me hizo sentir en mi hogar, en familia. Me quedó claro que esta cocina de autor simboliza la cultura matriarcal mexicana en la cocina, con el estilo y la propuesta única de Oswaldo, logrando llevar la cocina de su infancia al plato.
“Todos los días mi mamá se tomaba el esfuerzo para cocinar, ese momento me hacía sentir feliz. Es un momento único, es la repetición de ese ritual que yo recuerdo con mucho cariño para acercarme al mundo de la cocina”.
Fotos: Erik López, Roberto Alcántara y Max Sámano.
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